Paseaba por las montañas cuando escuchó los murmullos de los Tarnkappen. Como todo el mundo sabe, les gusta cuchichear y repetir las últimas palabras de las conversaciones que escuchan.
«—No creo que vaya a funcionar.
—No estoy enamorado.
—No.»
Sus murmullos se mezclaban con otros ruidos, por lo que tardó un rato en localizarlos.
Con pasos lentos y procurando no tropezar con las ramas, llegó hasta las rocas que desfallecían en la Vigilia de la Ilusión. Encontró un hueco donde había un grupo de seres celebrando la Ostara. También estaban allí los Tarnkappen.
Cuando la vieron se asustaron y se ocultaron. A uno de ellos no le dio tiempo a hacerlo, así que se puso un sombrero rojo y desapareció.
—¡No os vayáis! —les pidió.
—Pero no estás invitada —comentaron.
—¿Qué estáis celebrando? —preguntó a la par que se metía en la boca una de las nubes derretidas que había por allí.
—Es el tiempo de la Ostara. Los ríos arrastran las penas, las promesas se elevan y las oportunidades prosperan.
—Vamos, podéis salir de ahí. De donde quiera que estéis —les animó.
—Bueno, pero no mires mi sombrero —le indicó uno.
—¿Qué le pasa a tu sombrero?
—Es mío.
—Vale, no lo haré —le prometió ella.
Entonces unos veinte Tarnkappen salieron de sus escondites.
—¿Sabes que esas nubes están encantadas? —le dijeron.
—Pues ya me he comido unas cuantas. ¿Qué me pasará ahora?
—Oh, nada grave —la tranquilizaron—. Sirven para llevarte a la laguna.
—¿A la laguna? Creo que no la conozco.
—La laguna es eso que ocurre cuando cae la noche y te encuentras en el instante previo al mañana. Solamente en la Ostara se puede alcanzar —le explicaron.
—Como a nosotros —matizó otro—. Solo se nos puede ver hoy.
—¿Qué murmurabais antes? —les preguntó.
—Palabras escuchadas.
—Las que te han traído hasta aquí.
—¿Dónde las escuchasteis?
—Lejos. Muy lejos.
—Seguramente, porque no vive nadie por aquí. En las colinas sí, allí se encuentra el marqués; parece un ermitaño. Intenté acercarme a él pero huyó de mí.
—Es mitad pájaro —comentaron.
—De ahí que su alma me resulte interesante. No tengo remedio —se lamentó—. Decidme: las palabras que repetíais, ¿eran de él?
—Si no lo fueran, no te habrían traído hasta aquí.
Ella se sonrojó.
—He de admitir que yo también huí de él. La última vez que nos vimos hice lo posible por alejarle de mí. ¿Por qué lo hice? Estábamos muy cerca, pero a kilómetros de distancia. No vi en su mirada ningún sentimiento. Parecía nervioso, con prisa. Y si alguna vez hubo algo, pareció un recuerdo que viví con otra persona. Más tarde quise volver a intentarlo, pero ya no estaba allí. Son muchos los contras en los que pienso cuando me pierdo en su imagen. Y el amor no debe tener tantas trabas. Además, tampoco me dice nada, y me temo que no soy una buena adivina. ¿Cómo puedo saber si es él y yo soy yo?
—Eso se sabe. De no serlo no os buscaríais, ni se iluminaría vuestra mirada al hablar del otro.
—No sé —dudó ella—. ¿Quién puede decir si habrá una próxima vez y que en esa vez ninguno huirá ni tratará de alejar al otro? ¿Cómo puedo averiguar si no soy nada para él o en cambio soy en quien piensa cuando se desprende del alrededor y se encuentra a solas?
—Te diré algo —intervino el del sombrero rojo—: no son trabas los temores y quizás. No hay montaña que no se pueda escalar, ni kilómetro que no se pueda atravesar, si ambos dejáis de tratar como secretos los sentimientos que, lejos de hundirse, flotan en el momento más inesperado. Os sentasteis el uno junto al otro, bajo una armadura impenetrable, hablando de cualquier cosa, excepto del motivo que os llevaba a encontraros. Debéis daros esa oportunidad.
—Pero si yo no llevo armadura y la lleva él… Me avergüenza descubrirme ante tanto hierro y distancia. Te haré caso —le dijo al del sombrero rojo—, y escucharé lo que tenga que decirme. Pero después de haber visto tantas ocasiones perdidas… Con él nunca se sabe nada, puedo esperar que se muestre tal cual es y esté receptivo, o todo lo contrario. Han sido muchas las palabras calladas. No sé si debo ir o no.
—El destino a veces se confabula para unir a los enamorados. En esta mágica noche de Ostara la laguna se manifestará en todo su esplendor. Las nubes encantadas te llevarán al momento oportuno. Debes darte prisa, tienes que llegar antes del amanecer —le instaron—. Cuando veas cómo ascendemos alto, muy alto, corre hacia las colinas. Si encuentras al marqués a punto de emprender el vuelo, dile que os veréis donde acaba el sol. Que la lluvia puede dejar de empapar su alma, así como la tuya. Que no hay dos vidas sino una.
No tuvo que pasar mucho tiempo hasta que los Tarnkappen y los seres que les acompañaban se convirtieron en suaves estelas y abandonaron la tierra.
En cuanto comenzaron a ascender, ella echó a correr camino a las colinas.
Posado en el tejado estaba él. Con la mirada fija en el horizonte. Sus plumas centelleaban bajo el reflejo de la luna. Su pico parecía de plata. Dirigió la mirada hacia ella, y dos lágrimas descendieron como ríos celestiales en la futura aurora.
—He visto cada momento perdido —le dijo ella—. He visto cómo nos encontrábamos en las lagunas. Tus lágrimas han sido a veces las mías.
Susurró lo que le habían dicho los Tarnkappen, y el marqués se posó ante ella.
Hizo ademán de recuperar su aspecto humano, pero ella le dijo que no era necesario.
»Fue tu auténtico espíritu lo que llamó mi atención. Sé un pájaro. Sé mi pájaro. Vuela solo, o vuela conmigo. No importa adónde. Sólo… volemos.
Y el amanecer los abrazó. Nunca supieron si fue cosa de los Tarnkappen, de la Ostara, o de las nubes encantadas. A lo mejor es que ninguno de los dos llevaba armadura. Tal vez simplemente tenía que ser así, desde la primera vez que se vieron…
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