Todo el mundo sabe que las fábulas nacen en el corazón de los bosques y que los labios de los testigos enmudecen de dolor si se atreven a pronunciar en voz alta los verdaderos sucesos. Y en este caso supe, nada más verle, que nunca volvería a ser el mismo y es que cuando hablaba de ella su voz sonaba desgarradora. Pero quería que os contara cómo este hecho hizo de él un suspiro que se perdió en el viento, cuando besó sus labios sin vida y pudo ver durante un instante el mundo al que ella pertenecía, reflejado en un rostro tan delicado que parecía de porcelana.
En el hechizo fatal que provocó que ella se arrojara a nuestro mundo, dejando por siempre una estela de luz por el recorrido que ella surcó con sus manos, cuando se dejó caer.
El cazador me invitó a sentarme junto al fuego, en su propia cabaña. El aroma a leña embadurnaba la estancia mientras yo me hacía con papel y pluma y me disponía a plasmar lo que él quería contarme. Así pues escribí en mi cuaderno: “La verdadera historia de Ofelia” y permanecí en silencio hasta que al fin asomaron las palabras:
Había una vez, un cazador que encontró el cuerpo sin vida de una muchacha, allá en la remota Adare. Me dijo que creyó que estaba viva, pues sus ojos miraban hacia el cielo con la expresión de alguien que está soñando despierto. Su mirada se había cristalizado, quedándose por siempre en un mundo de luz. “—¡Daba la impresión de que seguía estando viva en alguna parte!”, me contó extasiado.
Una suave sonrisa se había quedado grabada en su rostro, y parecía que alguien había estado peinando su cabello con suma delicadeza, ya que se depositaba en cascada sobre el pasto, componiendo un cuadro en el que se diluía el color de éste con la integridad de los colores de la tierra.
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El cazador se arrodilló a su lado, se desprendió del arco, y antes de tocarla se lavó las manos con el agua que traía en su bota para después secárselas en la túnica. Hacía frío, los inviernos por aquellos lares siempre cubrían de gélida escarcha todo lo que el aire podía acariciar, pese a que el invierno se hubiera manifestado hacía apenas dos días.
Entonces la tomó en sus brazos y se dio cuenta de cuán frágil era su cuerpo, del cual únicamente podía ver su cuello y sus muñecas, pues el fino camisón no dejaba entrever nada más.
El corazón del cazador comenzó a latir con fuerza. Me contó que lloró como un niño. Que sintió deseos de estrecharla en sus brazos para siempre, de cuidarla, de amarla. Pero las ninfas no pertenecen a este mundo, siempre que intentas aferrar el hilo del vestido de una de ellas emprende el vuelo y se te escapa. El hilo se deshace como si en realidad sólo hubieras estado soñando, como si ella jamás hubiese existido.
Mientras la llevaba en brazos supo que la naturaleza estaba triste. Podía sentirlo en el pecho: un dolor agudo, gemidos y lamentos.
—Sabes, cuando era más joven escuché hablar de una muchacha muy hermosa cuyo nombre era Ofelia. No conozco el tuyo, probablemente sea aún más bonito; tal vez el canto de un petirrojo o un verso del mundo del que has caído, pero ya ves, es lo más hermoso que puede ocurrírsele a un hombre de familia sencilla —le dijo, procurando que su voz fuese queda.
A cada paso que daba con ella en brazos, florecían pequeñas flores que atravesaban la nieve. ¿O tal vez comenzó a nevar cuando la estrechó entre sus brazos, porque confirmaba su muerte…? Cierto es que debatió consigo mismo largo y tendido rato antes de tomar una decisión firme. Tal vez hubiese pasado mucho tiempo hasta que tomó la decisión. Quizás hubiesen pasado días, pues había agotado hasta la última lágrima.
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—Dulce Ofelia, hada que estando dormida permaneces con los ojos abiertos reflejando así parte del cielo del que has caído. Fulgor de gracia que permanecerá viva e inmortal en mi corazón… Contengo el aliento cuando pienso en que tu vida te fue usurpada en ese intervalo en el que, supongo, la tristeza te empujó a la que pensaste que era la mejor opción. Tal vez la única —le decía mientras apartaba con cuidado el cabello de su rostro—. ¿Por qué no abriste las alas? Si las hubieras abierto cuando apreciabas la tierra, el contacto habría sido suave. ¿Acaso no sabías que el invierno es temporal? Podrías haber caído en mis brazos. Te habría recogido. Podrías…
Y en ese momento no pudo contenerse más, tenía que saber lo que era besar a una ninfa. Lo hizo: posó sus labios sobre los de ella y la entregó al arroyo del que según me dijo rezaba una leyenda: “Todo aquel que beba de estas aguas se convertirá en sempiterno”.
Y así fue la muerte de la dulce Ofelia…:
Se abrió un abismo en el cielo. Y de repente cayó.
No sentía el peso de su cuerpo, pero sentía la presión que el aire ejercía sobre éste.
No podía abrir las alas así que se hizo a la situación.
Cerró los ojos.
Sus lágrimas a cámara lenta, como el rocío de la última aurora de un lirio en una descensión quizás elegida.
Quiso mirar arriba, pero ya era demasiado tarde. Su mundo, sus tantos paisajes y escenarios, sus besos perdidos… todo había quedado muy atrás.
En su descenso deseó decir algo, sus últimas palabras. Pero enmudeció, ya que allí en la nada nadie la oiría, ya que nunca había sido escuchada. Y si alguien hubiese deseado hacerlo, no habría escuchado más que susurros.
Mientras caía no solo su cuerpo viajaba, también lo hacía su mente, que intentaba dejar atrás la que fue su existencia.
Se iba consumiendo, como una cerilla encendida entre los dedos de alguien que al temer quemarse la deja caer sin mirar atrás.
No sabía qué sucedería a continuación, pero no la abrumaba la incertidumbre. Quizás desaparecería y se convertiría en una brisa sutil. A lo mejor en vida fue tan fuerte que se manifestaría como una tormenta de verano… O quizá el choque contra la tierra la convertiría en una humana cualquiera, y ni siquiera recordaría quién fue.
Abajo, en la Tierra, se manifestó una tormenta. Los suspiros de una ninfa sin nombre hicieron caer en la nostalgia a quien en ese instante vagaba solitario, deseando remendar un corazón tantas veces desgarrado; a quien en ese preciso momento escondía una lágrima tras una sonrisa no del todo cierta.
Ella acarició su cabello y su cuerpo; el tacto suave de ésta, el frío de sus manos… era lo último que iba a sentir.
Y entonces todo quedó a oscuras. Se detuvo el tiempo y su caprichoso dolor. No sentía absolutamente nada.
¿Estaría en otra dimensión, tenebrosa y oscura? Había… ¿muerto?
Lo que era evidente es que al menos su esencia seguía intacta, pues seguían sucediéndose preguntas por su mente.
Decidió no hacer ningún movimiento y quedarse «ahí» donde quiera que estuviera. Si no sentía nada podría ser inerte como una roca y permanecer entre sus pensamientos eternamente.
Pero algo sucedió.
Detectó el olor de cenizas y aunque no podía ver nada entonces, sabía que alguien estaba allí y que la llevaba en brazos. No temía, ese sentimiento de seguridad —como cuando esa persona especial abraza tu mano—, la embriagaba como el olor de un millón de rosas.
«Mi nombre será Ofelia», pensó.
Ahora era feliz.
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