(Y el Vasto Desierto)
En la linde del último reino de luz hay una isla habitada por un montón de animales salvajes y criaturas mágicas que no son hermosas —de hecho parecen garabatos, lo más probable es que lo sean—. Pero todos son seres especiales, ya que son únicos en su especie…
—No me gusta como empieza, tienes que corregirlo —se dijo a sí misma la princesa mientras leía su propio cuento—. Mejor así:
“En la linde del último reino de luz hay una isla habitada por un montón de animales salvajes y criaturas mágicas que no son hermosas —de hecho parecen garabatos, lo más probable es que lo sean—. Pero todos son seres especiales, ya que son únicos en su especie…. Todas eran distintas unas de otras y cada una de ellas era única en su especie, por lo que resultaban hermosas.”
—Ahora está mejor —opinó en voz alta, orgullosa.
… Y es allí donde se encontraba ella: una criatura mágica más del reino. En aquel lugar moldeado con fragmentos de poesía olvidada.
Vivía allí desde hacía cientos de años; en una dimensión perdida y desconocida.
Dentro de un pergamino que se vertió en una botella de vidrio, la cual naufragaba a la deriva; en un horizonte de mármol rojo.
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A veces, al igual que los demás, también se despistaba y se sentía extraviada.
Entonces todo el reino se marchitaba; el sol no volvía a aparecer, los pájaros decidían no cantar, y el Vasto Desierto, que era muy travieso y solía pasar por allí, se atiborraba de la preciosa naturaleza, no dejando más que polvo a su paso y una humareda que llegaba más allá de donde la vista alcanza.
Pero entonces ella recordaba, y como despertando de un ensueño se estiraba perezosa como un gato, maldiciéndose por haberse olvidado otra vez.
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Tenía dos enormes alas de hielo; cuando las agitaba provocaba vendavales en un lugar angosto que volvía a ser el que era antes en apenas unos segundos.
El Vasto Desierto protestaba, porque nunca conseguía salirse con la suya.
Entonces los pájaros volvían a cantar.
Y los ojos que no podían ver creaban puertas y ventanas.
De los espinos brotaban flores.
Las rocas se enfriaban.
Los malos momentos se disipaban como si sólo hubiesen sido pesadillas.
Y quienes caminaban en la aridez que la propia oscuridad aviva, refulgían renovados como fantasías adormecidas.
Un nuevo comienzo, manifestándose claro en cada milímetro del pergamino; reponiéndose de cada surco, de cada palabra evaporada.
Un lenguaje que ni ella misma conocía.
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—No te tengo miedo —le decía la princesa al Vasto Desierto—; aunque aquello era una verdad a medias. Sabía que tarde o temprano tendría que volver a sacudirlo todo con sus alas porque era la única capaz de hacerlo. Sentía un profundo pesar, porque ella no había elegido tener un enemigo; pero el Vasto Desierto parecía no hablar el mismo idioma.
A lo mejor sólo quería conocer aquel lugar, pero no sabía que tenía que dejar de arrasar con todo.
—Eres tonto. En vez de pelearnos podríamos llevarnos bien. Tú me mostrarías tus poderes y yo te llevaría a un montón de sitios que no has visto jamás. Sé que en el fondo no eres malvado y que si pudiera llegar a abrazarte dejarías a un lado los tormentos, pero yo soy de hielo y tú eres el Desierto; así que si no vas a ceder prefiero que me conviertas en olvido, porque no quiero luchar más.
Entonces el Vasto Desierto se personificó ante ella de nuevo, pero esta vez no provocó catástrofes. Sus alas eran de fuego.
Sólo bastó una mirada para que todos los miedos se clarificaran.
—¿Qué es el invierno sin el verano? —le preguntó él.
—Chamuscas mis flores —replicó ella.
—Y tú congelas mis páramos.
—¿De verdad? —le preguntó sorprendida.
Y es que al parecer compartían el mismo reino.
—Si decidiera tocarte me congelaría, ¿verdad?
—O yo me quemaría.
—Podríamos probar, así veríamos qué pasa —resolvió él.
Y cuando se tocaron todo cambió; era el mismo alrededor pero a la vez distinto.
No eran caminos escarchados pero tampoco eran yermos.
Como ellos dos, aunque aún no se habían dado cuenta.
Y se perdieron en el horizonte como cometas, batiéndose en un duelo brillante donde nadie tenía que ganar o perder…
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