Helewise

Helewise

La princesa Helewise estaba muy triste. Pero esta tristeza era peculiar… Distinta a las anteriores. A pesar de su corta edad se sentía mayor de lo que era y sus ojos no podían ocultar este hecho (diecisiete años cumplió en diciembre). Dentro de su pecho bullía la preciosa primavera. Su cuerpo bien es cierto que era muy frío, como el viejo castillo que se le antojaba pequeñísimo y espeluznante. Estaba repleto de estatuas perfectas que a todos encandilaban, había tapices de Persia que cubrían las paredes… Todos los lujos que muchos envidiarían. Pero ella no necesitaba todo esto pues al final siempre acababa en compañía de alguna mascota en los aposentos más resguardados de todo el castillo…

Su larga trenza caía con gracia sobre la cama. Tan largo tenía el cabello que arrastraba por el suelo. El alba despuntaba y algo le impedía dormir.

«Frío. Tengo frío…»

El mundo —y ella lo conocía en primera persona, a pesar de que contrajo matrimonio con Lord Lucius  MacQuoid II y que desde entonces se sentía como una reclusa— era un lugar desalentador si no descubrías la riqueza de tu alma.

Sabía que no sentiría temor si algo sucediese y tuviera que fabricar una cuerda con las sábanas para descender por la ventana en la noche cerrada, sin que nadie la viera. Antes habría quemado toda su vida, aquellos viejos libros cuyos márgenes estaban repletos de minúscula poesía escrita a la luz de la parpadeante lámpara de aceite, y  cuatro diarios donde languidecían pensamientos y sucesos compactos; miedos en los que ya no se reflejaba, pues había encontrado la paz consigo misma. Se lo había perdonado todo.

No, no eran los miedos pasados los que impedían que viera el sol en su esplendor.

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Percibió que estaba en paz consigo misma en el instante aquel en el que recordó que aquella misma tarde y sin motivo, sonreía si algo provocaba este gesto en su rostro de porcelana.

Al final siempre encontraba el refugio en las letras, ya fueran propias o escritas por otras personas. Nada ni nadie podría cambiar jamás este hecho, pues al fin y al cabo era lo único realmente suyo. Su alma, sus sueños… esos instantes mágicos donde no existía, en los que le invadía la percepción de sentirse como si estuviera muerta; en la paz absoluta donde solo escuchaba el latir de su corazón. Sí… esa magia en la que aun estando muerta respiraba y se sentía viva. Esos momentos en los que su cuerpo permanecía material, en alguna parte, pero sin embargo se encontraba desde hacía mucho tiempo demasiado lejos.

Mientras enroscaba los dedos en la cadena de la que pendía la esmeralda que encontró en el baúl de su abuela, recordó.

Se estaba probando viejos vestidos cuando la vio y creyó haber descubierto algo único, pero cuando la mostró a sus allegados no le dieron importancia y dijeron que era una «baratija».

Desde aquel momento se convirtió en su más preciado tesoro y desde entonces la llevaba engarzada en el cuello. Pues a pesar de que dijeran aquello ella sabía darle el valor que cada cosa merecía.

Al mover la esmeralda brilló. Helewise sonrió a la par que una cálida lágrima recorrió sus labios, pues ella brillaría siempre, aunque fuera en la oscuridad. Debía de tener a una de las ninfas de la floresta velando por ella y llorando las lágrimas que se esforzaba en contener pues si no, no se podría explicar su fortaleza, el que no le importase lo más mínimo que hubieran viejos fantasmas en el altillo.

Tal vez al despertar se daría cuenta de que estaba durmiendo en un castillo en ruinas y que solo era un mal sueño…

Y así fue. Cuando despertó no necesitó fabricar una cuerda, ya que la puerta principal estaba abierta. Aquella madrugada había tenido una premonición, así que descalza y con el camisón puesto, se perdió en la floresta, donde las ninfas la recibieron con una gran acogida. Y desde entonces Helewise vela por el sueño de las jóvenes doncellas, igual que hizo su antecesora con ella.

Cualquier doncella que tenga dudas pronuncia su nombre antes de dormir. Entonces Helewise le revela un sueño, un motivo… Y en el despertar descubre que posee una sonrisa y que no hay nada que sea imposible…


© Némesis Fuster. Todos los derechos reservados.

 

 

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