Érase una vez un gnomo que tenía un trabajo un poco extraño: enterraba sentimientos y cerraba las puertas que se habían quedado entreabiertas.
A veces algunas puertas no se cerraban y las ráfagas de viento provocaban que éstas chirriasen. O no se decía adiós y la duda se quedaba allí, susurrando entre interrogaciones. Entonces acudía él cargando dos sacos: uno estaba repleto de herramientas y útiles necesarios para llevar a cabo su misión; el otro contenía pequeños minerales en los que residían las imágenes de dos seres que en algún momento sintieron algo el uno por el otro.
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En esta ocasión no se trataba de una tarea sencilla. Nunca lo era pero siempre le apenaba tener que destruir los destellos de lo que podría haber sido, sin mirar hacia atrás.
Puso en orden los minerales; los ordenaba desde la primera imagen, es decir, desde la primera vez que se vieron, hasta la última. Entremedio había huecos a solas, claro. Y sonrisas; pensamientos. Miradas fugaces. Palabras que nunca se habían pronunciado. Momentos que no tuvieron lugar.
Y como siempre, un adiós. Por eso estaba él allí.
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No había dos trabajos iguales. En el anterior tuvo que encender las luces de lo que parecía una floristería para descubrir un campo de plutonio. Y hubo otro en el que en vez de cerrar una puerta tuvo que abrirla. Por no hablar de aquel día en el que lo llamaron dos almohadas alteradas que no dejaban de pelear, y tuvo que llevarse al peluche por el que ambas rivalizaban.
Ahora tenía que dirigirse hacia las colinas; allí había dos precipicios, y entre ellos un abismo. Si mirabas hacia abajo el vértigo podía provocar que te tambalearas, pero a este gnomo lo habían entrenado para ello y era muy valiente; además tenía mucha experiencia. No era como los otros aprendices más jóvenes, que se dejaban llevar por sus propias opiniones; metían la pata y luego él tenía que enmendar los errores que cometían.
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Cuando llegó al primer precipicio vio que había una larga cuerda atada en ese extremo. Intentó averiguar si continuaba más allá de donde le alcanzaba la vista, pero era imposible saberlo. En cualquier caso, solamente un equilibrista podría cruzar esa distancia. Así que la cortó.
Suspiró y volcó la bolsa de minerales en el abismo. Conforme iban cayendo se desintegraban con lentitud, convirtiéndose en polvo residual; forjando una capa deslumbrante que nunca se perdería.
Aquel, era el abismo de las promesas. El lugar donde nacía el amor; donde nunca moría. Y siempre había gente que iba hasta allí para observarlo. No era fácil llegar hasta él, pero contaban quienes lo visitaron que merecía la pena verlo al menos una vez en la vida.
El gnomo contempló la hermosa estampa que había abajo. Sonrió, embargado por la dulzura que evocaba; recogió los sacos y se marchó rumbo a otro destino. Esperaba que no fuesen las almohadas de nuevo…
© Némesis Fuster. Todos los derechos reservados.