Cuando miró hacia su izquierda vio un montón de relojes de arena derritiéndose, como en aquella ilustración que había contemplado en otra época. Antiguamente no la entendió, pero ahora sí.
Se llevó la mano al pecho, hacia aquel pequeño colgante. Cuando lo encontró se lo colocó alrededor del cuello sin motivo aparente. Tal vez creía que de alguna manera este la llevaría hacia quien creyó que la acompañaría por los bosques, como parte de un destino que nada ni nadie podía arrebatarle.
Era una clave de sol.
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Pero escuchó hablar a las flores, y también los susurros de los acontecimientos; le dijeron que nunca acudiría a su encuentro, puesto que sabían que había estado vagando por el desierto, buscando agua, buscándola a ella, y al no querer encontrarla, al no desear hacerle frente a sus sentimientos, había saciado su sed con arena.
Entonces fue en búsqueda de la hechicera que le habló de Sharám. No pensó que el conjuro funcionaría. Tampoco que sería capaz de despedirse y de abandonar la esperanza, aquella lejana idea de que a lo mejor aún existía la posibilidad de que estuvieran juntos. Pero lo hizo.
Ascendió a lo largo de un camino formado por notas musicales. Conforme lo hacía, iba desapareciendo detrás de ella. Como si nunca hubiesen compartido un beso. Sharám la había escuchado, y su amor se había alejado.
No sintió tristeza, sino decepción, desencanto. No solo no había acudido a su encuentro, sino que también se había negado a darles la oportunidad que él tanto había suplicado en el pasado.
La verdad es que ella ya no sentía amor. Él era su espina dorada. Es lo que sucede cuando una historia de amor no se consuma: se idealiza.
Tenían una mirada pendiente, pero ya no era ni sería.
Se dispuso a abandonar aquel colgante, pero en lugar de eso lo apretó y le susurró al cielo ‘algún día te encontraré’.
Mil días y mil noches la abrazaron en el suave aliento del mañana.
El otoño arrastró las canciones como si se trataran de hojas caducas. ¿Alguna vez sucedió? ¿En algún momento llegaron a sentir algo el uno por el otro?
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Las conchas tienen la capacidad de llevar mensajes a cualquier parte del mundo, así que cogió una y con una voz apenas inaudible le habló. Habló sin parar, de un montón de cosas. Cosas que en ese instante carecían de significado, puesto que no había querido escucharla; no había estado allí. No era para ella.
Y fue así como le deseó lo mejor y se alejó para siempre.
«Pero sabes que si en algún momento os cruzáis, la marejada os volverá a tocar», le comentó la hechicera.
«Probablemente, si eso llegase a ocurrir, será demasiado tarde», respondió.
Entonces observó el cielo sintiéndose de color naranja, como los cálidos rayos de sol que acariciaban su piel. Con el tintineo que producía el colgante que nunca se quitaría…
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