Érase una vez un sapo que se llamaba Fou y que vivía en un pozo; pero éste no era un pozo corriente, sino un pozo de deseos.
Cada vez que alguien tiraba una moneda con la ilusión de ver cumplidos sus deseos él se la comía.
¿Por qué lo hacía? Nadie lo sabía; pensaban que ni siquiera él lo comprendía.
Era muy impaciente… Por eso, aunque le encantaban los cuentos nunca llegaba a leer el párrafo final y se quedaba a medias, imaginando posibles finales.
Un montón de leyendas aguardaban en un silencio que no lo era, porque cada vez que caía una moneda al profundo pozo se producían dos sonidos: el de la propia moneda al caer y el de su corazón.
Y es que aunque todos sabían que un sapo se comía sus deseos seguían arrojándolos; es más, ahora se formaban largas hileras de gente que venía desde todos los rincones del mundo y esperaban durante horas su turno, pues el rumor se había extendido por todas partes, e investigadores, curiosos y personas soñadoras acudían para intentar verlo.
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Dentro del pozo había más sapos escondidos en túneles secretos; y él hablaba y sonreía a todos pero no le contaba a ninguno qué le movía a comerse los deseos.
Una vez se le acercó una abeja cuyo nombre era Dingue. A ella no le importaba que Fou comiese monedas, ya que pensaba que en realidad nadie es normal del todo.
Pasaron largas horas conversando; opinaba que aquel era un sapo muy divertido. Podían hablar de cualquier cosa y eso no es algo que suceda con frecuencia.
Pero Dingue tuvo que marcharse muy lejos, así que quedaron en escribirse.
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Fou quería saber qué sentía Dingue pero no se lo hacía saber y como era tan impaciente no terminaba de leer las cartas que ella le enviaba.
… Y Dingue no sabía si él quería que fueran amigos, si sentía algo por ella o en cambio era invisible, así que no sabía cómo tratarlo.
«A lo mejor no quiere volver a verme nunca más; tal vez no sabe que ni yo sé qué siento», pensaba ella cuando abría el buzón y veía que no había ninguna carta como respuesta a las que ella le había enviado.
«Lo mejor será olvidarme de él para siempre», resolvió.
Y así pasaron los años hasta que Fou escuchó algo caer a la par que una voz le dijo: —Aquí en la aldea siempre están diciendo la misma frase…
Se trataba de una luciérnaga que no había visto nunca.
—¿Qué frase es? —preguntó con curiosidad digiriendo lo que había caído, que resultó ser un meteorito mágico.
—“Deja que la realidad sea la realidad. Deja que las cosas fluyan de modo natural, sea cual fuere la forma que tomen”
—respondió.
» Sabes cuál es tu deseo, ¿a que sí?
Fou asintió sonriendo.
» Soy un espíritu del bosque y hoy lo haré realidad.
Entonces se levantó un terrible vendaval que se llevó por delante a toda la gente que había en las proximidades —o tal vez el vendaval lo movió a él—. Sea como fuere en un abrir y cerrar de ojos se encontró viajando con viveza y ligereza, porque hasta ese momento no había pensado cuál era su deseo y ahora lo sabía…
Iba a reencontrarse con Dingue.
Y la encontró.
Vivieron un montón de aventuras fascinantes y comieron monedas juntos —sin un motivo concreto, porque sí—. Y continúan haciéndolo, si es que aún no han muerto.
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