El reino y el unicornio

Cuando era pequeño, el Señor Maravilloso sabía que era distinto de quienes le rodeaban por un motivo: era incapaz de querer a nadie o de preocuparse por otra persona que no fuera él mismo. Por eso acudía a clases de teatro, donde aprendía a fingir emociones, de esta manera nadie sabría que tenía ese problema (más adelante se lo confesaría a uno de sus unicornios).

En su interior él siempre supo que había piezas que no encajaban; por si no fuera suficiente, un mago se lo dijo en una ocasión. Esto le hacía sentir un odio intenso hacia quienes le rodeaban. Culpaba a las mujeres que en algún momento habían formado parte de su vida de sus trastornos y debilidades.

A pesar de lo que se pueda imaginar, se sentía muy solo. Deseaba encontrar a alguien que no solo lo quisiera, sino que lo venerara. Alguien que no pudiera imaginar su vida sin él. Quería convertirse en rey, y ¿qué es un rey sin súbditos?

Un día leyó algo acerca de los unicornios y se propuso encontrar uno. Si lo encontraba todo iría bien y aquellas piezas que nunca encajaron finalmente lo harían. Ello se convirtió en su meta secreta, en el motivo de su existencia. Pero el problema es que al principio no sabía qué rasgos caracterizaban a los unicornios. «¿Cómo puedo distinguirlos entre la multitud?», se preguntaba. Por eso, cuando creció, se propuso realizar sus propias investigaciones y determinó que su unicornio ideal debía:

  • Ser inseguro consigo mismo. «De esta manera yo podré darle o quitarle la seguridad que necesite».
  • Creer en los cuentos de hadas. «Si piensa que existen los finales felices típicos de los cuentos clásicos, que puede ‘salvarme’, permanecerá a mi lado».
  • No tener familia o, en el caso de tenerla, que esta se encontrara lejos. «Si un unicornio no tiene a quien contarle lo que pase entre nosotros, no obtendrá opiniones, consejos o apoyo». Después pensó que en el caso de que el unicornio contase con alguien, haría cuanto estuviese en su mano para convencerle de que ese alguien era malvado o malvada, que no necesitaba a nadie más que a él.
  • Que fuera lo más joven posible. «A más joven, más inexperto. Si no sabe nada del mundo, yo podré moldear su mundo».

Y así pasó el tiempo hasta que, debido a que no perdía un segundo en relacionarse con los demás, pudo forjar un reino que sería solo suyo muy pronto. Lo llamó así, ‘Reino’.

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Dispuso un mecanismo donde poder poner en práctica su enseñanza, él mismo impartía las clases. También tenía las respuestas escritas de posibles preguntas que sus unicornios podían hacerle, de vez en cuando las repasaba.

Estos pasaban por sus manos. Él los moldeaba. “Tú eres distinto”, les repetía constantemente. “No eres como los demás, tan malvados. Ellos me hicieron daño”. “Hubo unicornios antes de ti, ellos se volvieron locos, ¿sabes? O me engañaron”. Pero algunos le veían las orejas al lobo y se marchaban.

Habían pasado años y al fin había conseguido el unicornio que quería. Tenía todo lo que él no era ni tendría; encajaba en las características de sus investigaciones: era inseguro, joven, creía en los cuentos y no tenía allegados.

La gente que vivía cerca pensaba que parecían muy felices. La realidad nunca se muestra, y si el Señor Maravilloso podía fingir sentir, el unicornio había aprendido a fingir felicidad. Además, el unicornio se preocupaba por los demás, mostrando una humanidad de la que él carecía. Les enviaba cartas y regalos firmados por él, lo que conseguía que todos pensaran que su nombre, ‘Maravilloso’, le iba como anillo al dedo.

Pero un día quiso añadirle más cualidades: «me gustaría que tuviera el cuerno de otro color, borrarle sus marcas de nacimiento. Además le daré una pequeña máquina que me avisará si se aleja del Reino y le diré que será por su bien».

Comenzó a mostrarle a su unicornio fotografías del que deseaba y a decirle que debía ser así. Que lo querría más. También le dijo que había peligros en el exterior y que no debía alejarse de él.

El unicornio, al principio, no puso en duda lo que decía; al fin y al cabo, él solo quería protegerlo. Pensó que no era suficientemente hermoso para él y el reflejo se distorsionaba ante sus ojos, viéndose como el Señor Maravilloso le decía que era.

—No te preocupes, mi defectuoso unicornio. Yo te haré perfecto —le prometió. Y le llevó al afilador de cuernos. Lo que no imaginaba es que el unicornio no se sentiría feliz con el resultado y que comenzaría a pensar que se gustaba más antes; que el unicornio que el Señor Maravilloso quería no era él mismo.

Los puntos del cuerno le estiraban, pero el resultado merecería la pena: sería amado para siempre. Sin embargo, esto no ocurrió, para ello todavía debía borrarse las marcas de nacimiento.

Sin comprender el motivo, su mundo se vino abajo en un sollozo. Ni siquiera se dio cuenta de que había lágrimas bajo sus ojos.

Una curiosa luciérnaga escuchó cómo lloraba y le preguntó por qué lo hacía. Tras explicarle el motivo, la luciérnaga le dijo que aquel reino era demasiado oscuro, que no era verdad que había grandes peligros en las afueras; “bueno —rectificó—, los hay pero no son como él te ha contado”. También le dijo que no necesitaba borrarse las marcas de nacimiento porque le hacían único.

—Pero ya no hay posibilidad de reparación —le dijo a la luciérnaga, señalándose el cuerno.

—El cuerno no te define como unicornio. Lo que hay en tu corazón es lo que importa —le consoló.

—Entonces, los finales felices de cuento ¿no existen?, preguntó, ya que lo que siempre había querido era estar con alguien para siempre.

—Claro que existen, pero son distintos. Tú puedes ser tu final feliz.

El unicornio no entendió lo que quería decir su nueva amiga, pero supo que la fuente de su dolor tenía las raíces en el Reino. Que debía alejarse de allí.

Días más tarde, el unicornio ideó la manera de escapar sin saber muy bien por qué quería hacerlo. Aún no comprendía cuánto daño le había provocado. Todavía no alcanzaba a comprender nada.

Fue todo muy extraño: aquel reino, que tan bien creía conocer, cambió ante sus ojos. Vio las capas de polvo y las telarañas incrustadas en las pesadas y opacas cortinas, ¿siempre habían estado allí?; recordó lo bien que dormía el Señor Maravilloso tras culparle a él de todos sus males. La mirada que le dedicaba cuando intentaba producir sonido en el silencio.

Se dijo a sí mismo que no quería sufrir más.

Ojalá hubiera sabido antes que todos sus miedos y temores se desvanecerían más adelante. Que las páginas de los libros que tantas veces había leído dejarían de arder.

Tiempo más tarde, el unicornio se enredó en algo que había en el espeso lodo. A pesar de intentarlo con mucha fuerza, no podía salir de allí. Entonces le dijo su amiga luciérnaga: —Una página no puede desaparecer como por arte de magia.

—Pero, ¿no has escuchado aquello de “pasar página”? Se supone que cuando te pasa algo malo, debes tirar la página en la que se escribió; hacerla desaparecer. Y aquí no deja de llover, ¡mira los truenos!

—¿Quién dice eso?, respondió, sin hacer caso al sonido de estos.

—No sé, se dice mucho.

Probablemente lo diría alguien que no entiende lo que es pasar por algo así. Verás, algo que ha ocurrido no puede eliminarse de la faz de la memoria. Piensa en quienes has querido, ¿podrías olvidarlos? Sucede lo mismo con las cosas que nos pasan.

—Oh… —se entristeció el unicornio— No, claro que no los olvidaré.

—No estés triste. ¿No sabes que las malas experiencias pueden servirte para otras cosas?

—¿Cómo cuáles? —quiso saber.

—Pues hay quienes gracias a las cosas malas que han pasado, saben diferenciarlas de las buenas, y no vuelven a repetirla nunca más. O transforman esas páginas.

—¿Cómo podría hacerlo? ¿Cuánto tiempo me llevará? Y, ¿qué pasa con las tormentas? No me gustan los truenos.

—No es cuestión de hacer ni de tiempo. El tiempo no lo cura todo. Simplemente vuelve a vivir tu vida, haz lo que siempre deseaste hacer. Cuando menos lo esperes verás que las aguas estancadas, llenas de barro, se despejan. Volverás a mojarte las crines en el agua cristalina. Y aquellas tormentas, si bien los truenos seguirán provocando eco en las remotas cuevas…, verás que esta vez no te producirán daño, al contrario: harán más fuertes tus pasos.

El unicornio por primera vez se sintió tranquilo, dejó de intentar esforzarse en salir del lodo. Solo entonces pudo hacerlo.

Corrió tan velozmente que se impulsó. ¿Cómo lo había hecho?

Miró atrás y descubrió dos grandes alas.

—Ves, no importa lo que le haya pasado a tu cuerno: ahora tienes alas —le indicó su amiga.

—Y… ¿qué podré hacer con ellas?

—Lo que quieras, porque ahora eres libre.

Una vez estuvo lejos, el Señor Maravilloso lamentó la pérdida: «¡Estaba tan cerca de ser el unicornio de mis sueños!». Con el resultado de sus investigaciones frente a él, añadió algo más: “para que el proceso funcione completamente debe hacerse en un intervalo más largo de tiempo, sobre todo en lo referente a los últimos detalles, de otra manera el unicornio verá mis planes y huirá”. Lo subrayó en un color llamativo, y se dispuso a buscar otro unicornio. Pero nunca lo encontraría. Porque todos tenían terribles defectos o no valían lo suficiente como para merecer asistir a sus clases.

Tras un último intento fallido, se encontró anciano y solo en un escenario que se caía a pedazos, porque los cimientos nunca fueron sólidos, porque un verdadero reino debe construirse desde el amor.


© Némesis Fuster. Todos los derechos reservados. Art by © Michael Hague

 

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