Relato basado en el poema «Annabel Lee»,
de Edgar Allan Poe.
Hace de esto muchos, muchos años, cuando en un reino junto al mar viví…
Una pesadilla sobrevino y se llevó a mi adorada Annabel Lee. Aquella que amé y que tanto me amó. A la que he evocado cada amanecer, en la orilla, cuando sus piernas se transforman en una cola y regresa allí para reinar sobre todos los seres que habitan en las profundidades; cuando vuelve a desaparecer de mi vista y la tristeza me desgarra.
Y así es como hoy os hablo sobre una criatura celestial a la que Leviatán 1 envolvió en un viento tan álgido que congeló su cuerpo, pero no su ánima.
Creyó que llevándosela con él a la guarida subterránea en la que vive usurparía su esencia, pero se equivocó… Cada noche se origina el mismo viento que la arrebató de mi lado y abre las ventanas de la que fue nuestra alcoba. Transparente, ella se vislumbra bajo las cortinas y cuando llega hasta el lecho puedo verla bajo el dosel; el cual se liga a su cuerpo y la dota de materialidad.
Estoy lúcido cuando se manifiesta ante mí y la vela que alumbra su cuerpo aún no se ha consumido. No se trata de una burla de mi siniestra memoria o el efecto de alguna sustancia 2.
Los trazos que forman su silueta pueden verse con tal precisión, que aprecio sus delicados movimientos; así como el mecimiento de sus cabellos, que se han vuelto dorados, flotando hasta donde la tela agoniza.
Se trata del recuerdo de la que fue; es mi añorada, mi dulce Annabel Lee.
Durante el día se hace llamar Oceánide y atraviesa ondas y marejadas, pero en cuanto cae la noche regresa a mí; a mis brazos, a nuestro reino.
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La primera vez que esto ocurrió fue en una de mis muchas noches de insomnio; acompañado por mi vibrante soledad y una botella de vino. Me encontraba desconsolado. Caterina 3 me contó qué debía hacer para traerla de nuevo; la escuché con atención y no lo dudé: al día siguiente me presenté allí donde unos parientes ilustres la enterraron, provisto con una pala. Para colmo de males aquella noche se manifestó una espantosa tormenta que me complicó la tarea, pues tropecé con la estatua del ángel de una fosa vecina y caí en el hoyo que cavé. Casi acabo enterrado yo también pero conseguí finalizar mi tarea.
Supe que rompiendo la lápida que rezaba su nombre y usurpando sus restos la reviviría ¡y vaya si lo conseguí! Todo ha vuelto a la normalidad, e incluso he ideado la manera de hacer más divertido nuestro día a día —o debería decir nuestras noches—. Es tan simple como cubrirla con una sábana.
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Ahora entiendo todo lo que leí cuando era niño; esos relatos repletos de seres semejantes a mi amada; entes en circunstancias similares que hacían una vida o lo intentaban. ¡Qué lejos de la verdad me parecían entonces! Y en estos momentos releo todo aquello como si fueran consejos para lograr la cotidianeidad, para comprenderla a ella, y asimilarlo, pues tal y como dijo Eurípides de Salamina «Lo esperado no sucede, es lo inesperado lo que acontece«.
Duermo durante el día, mientras ella yerra en los intramuros del océano; y después nos reencontramos. No es fácil, sobre todo cuando debe retornar al otro lado, porque me recuerda todo lo que ha sucedido, pero supongo que podría ser peor… Y exceptuando detalles que delatan lo insólita que es su nueva situación ─enumerarlos podría llevarme horas─, intento sobrellevarlo como puedo.
Estamos hechos el uno para el otro.
Es mi precioso fantasma.
«Mas, vence nuestro amor; vence al de muchos, más grandes que ella fue, que nunca fui;
y ni próceres ángeles del cielo
ni demonios que el mar prospere en sí,
separarán jamás mi alma del alma
de la radiante Annabel Lee.»
© Némesis Fuster. Todos los derechos reservados.